domingo, 9 de septiembre de 2012

Literatos I

♦ Clarín entrevistó a Rachel Engelman, escritora estadounidense que reside en Argentina. 

Azar y medialunas. Una jovencísima escritora estadounidense busca un lugar en el mundo que le permita trabajar medio tiempo y así dedicarse a narrar. Le hablan de Buenos Aires, ciudad de cafés y panaderías, y decide probar, sin más. ¿La sorpresa? No se escribe por tener tiempo libre sino por tener algo para relatar.

En una charla con Clarín, Rachel envía este bello texto autobiográfico, que la representa:

          Vine a Buenos Aires no porque tuviera un deseo particular con respecto al país propiamente dicho sino porque buscaba un lugar tranquilo para escribir. No tenía grandes expectativas con la ciudad, y sabía muy poco de su cultura o su política. Eran cosas que no consideraba demasiado importantes. Podría haber elegido como ciudad Madrid, Hong Kong o Venecia . Acababa de terminar la universidad y lo único que quería era irme a algún lugar lo suficientemente lejano como para poder escribir historias sin todas las distracciones de mi vida.

          Me recibí de licenciada en literatura en 2007 en una universidad de una ciudad pequeñita en el norte del Estado de Nueva York que parece salida de una pintura de Norman Rockwell. De ésas que tienen restaurantes anticuados ycamareras maternales que te llaman “corazón” y te llenan la taza de café una y otra vez. La gente era muy amable; las calles, muy limpias y los parques estaban llenos de patitos, pero por alguna razón, yo no quería quedarme ahí. Me resultaba un lugar demasiado pintoresco, demasiado agradable para producir narrativa verdaderamente buena. Me sentía ahogada por toda esa serenidad. Me imaginaba caminando días enteros por esas callecitas encantadoras con un cono de helado en la mano,descuidando el libro que se suponía debía estar escribiendo.

En 2007, junto a sus padres y hermanos.
          Pensé que debía irme de los Estados Unidos para poder tener un trabajo con un horario reducido y escribir. La mayoría de mis pares emigró a Brooklyn, en Nueva York, la nueva Meca de los Jóvenes con Inclinaciones Artísticas. Los barrios de Williamsburg y Bushwick se habían llenado de graduados recientes, todos artistas, fotógrafos, críticos gastronómicos y novelistas esperanzados. Les quedaba, no obstante, poco tiempo para desarrollar su arte teniendo que trabajar con horario completo para pagar los escandalosos alquileres . Yo tenía muchos amigos escritores que no escribían y amigos artistas que no hacían arte. Trabajaban, en cambio, como mozos, atendían bares. Yo me preguntaba a mí misma para qué todo eso.

          En la universidad, mis profesores me habían estimulado lo suficiente como para hacerme creer que podía ser escritora. Tenía veintidós años y la idea de una vida predecible me deprimía . Estaba convencida de que sólo quien se iba muy lejos podía encontrar el solaz indispensable para escribir bien.

          Varios otros estaban haciendo lo mismo –se mudaban a países extranjeros para cumplir vagas fantasías–. Una pareja que conocía se fue a Berlín en pos del mito de una ciudad de artistas. Otra se trasladó a París porque él había leído París es una fiesta , y quería vivir como Hemingway y Fitzgerald. Una vecina se fue a Nueva Zelanda porque había oído decir que se podía comprar un auto por cuatrocientos dólares.

         Nuestras razones eran abstractas –un mito literario o un auto barato o la promesa de arte nuevo–. Mi objetivo se podía alcanzar en cualquier parte. Después de 22 años en Estados Unidos, estaba harta del mismo ruido estadounidense. Todas las conversaciones me parecían conocidas.

          Ansiaba alienarme y perderme en una multitud de caras desconocidas. Sabía que el país que eligiera tendría su propio ruido, pero al menos sería en otro idioma. Los problemas sociales y políticos no me afectarían. Creía que podía cerrarme al mundo y escribir en paz.

          Había oído hablar bien de Buenos Aires. Después de haber pasado un año allí, una amiga describía detalles afectuosos como el olor de las panaderías al amanecer. Decía que era una buena ciudad para recorrer caminando, y me aseguró que tenía bastantes museos y teatros si alguna vez me aburría . No fue difícil convencerme. Después de todo, me mudaba allí para escribir, no para ser turista. Quizás hasta era mejor que la ciudad “no” me gustara, porque de esa manera podría leer todos los libros verdaderamente densos que venía evitando.

          Dije en casa que estaría afuera por lo menos un año. Mi abuela protestó a gritos diciendo que podía ser escritora en los Estados Unidos. Mis amigos expresaron una mezcla de desconcierto y admiración. Mi primo me preguntó dónde quedaba Argentina y si era como México. En el aeropuerto, mamá me susurró al oído: “No sientas vergüenza de volver antes. Al menos, ‘lo intentaste’”.

Ahora, Bs. As., en la librería inglesa donde dicta sus talleres.
         Llegué a Buenos Aires en el verano de 2008, y encontré un departamento en Barrio Norte. Me sorprendió no poder encontrar una habitación con argentinos auténticos –todos los departamentos online se alquilaban a extranjeros–. Me instalé, pues, con un chef colombiano, un francés estudiante de política y una chica austríaca muy linda que fumaba una cantidad tremenda de cigarrillos. La casa estaba todo el tiempo llena de visitantes y ruido, y me sentí consternada al constatar que no era tan diferente de la universidad.

          El golpe más duro fue descubrir que mi habitación carecía ostensiblemente de escritorio. El que había visto en el aviso había desaparecido cuando llegué. Durante el primer mes, acercaba mi silla a la cama y usaba el colchón como mesa. Era muy frustrante. Con lalapicera laceraba las páginas y me dolía la espalda de tanto estar inclinada. El ruido de la calle y de mi living me estaba matando. Empecé entonces mi período de caminatas largas y agotadoras.

          Las caminatas estaban destinadas principalmente a sacarme de la casa. Descubrí cosas que nunca había visto en los Estados Unidos:afiladores de cuchillos que pedaleaban para hacer girar sus discos abrasivos y ofrecían a gritos sus servicios con voces roncas. Paseadores de perros con diez animales en cada brazo. Adolescentes con uniformes que parecían delantales de laboratorio, besándose furiosamente en la calle. Fábricas de maniquíes manejadas por judíos jasídicos –me acuerdo de haber visto una tarde a un ortodoxo con las colas de su traje ondeantes, llevando una mujer de plástico desnuda debajo de cada brazo–.

          Escribí esas cosas, aunque sin escribir historias en torno de ellas. Tenía una teoría acerca de la distancia: el escritor tenía que abandonar un lugar para poder escribir bien sobre él. De lo contrario, estaba condenado al sentimentalismo.

          En todos los sitios a los que iba, me preguntaban por qué había elegido Buenos Aires. No los satisfacía escuchar “Vine a escribir”. Me preguntaban “¿ Pero por qué acá ?” Al principio, me sentía incómoda por no dar una respuesta que bastara. A veces me resultaba mejor mentir: “Vine a estudiar español”, decía como si el pretérito perfecto fuera la pasión de mi vida.

          Pasado el primer año, encontré un departamento más tranquilo. Tenía un cuadro grande de un oso polar y un escritorio blanco largo que se parecía a un iceberg. Hay un mito argentino según el cual viviendo en un país el tiempo suficiente, el idioma se absorbe por ósmosis . Naturalmente, es una gran mentira y tuve que estudiar mucho. Hubo muchos momentos humillantes en el camino: chistes mal interpretados, lunfardo mal utilizado. A menudo me sentía como una chica demasiado vieja y demasiado alta aprendiendo a patinar sobre hielo.

          Con el tiempo, empezaron a sucederme una serie de cosas extrañas y afortunadas. Primero, conseguí un empleo en una película de época , trabajando como acompañante de actores extranjeros. Me hice amiga de los primeros argentinos y mi idioma mejoró.

          Aceptaba el trabajo que fuera para pagar el alquiler. Vendí libros en la calle en Palermo, organicé un ciclo de cine en mi terraza, donde vendía budín y vino. Di clases de inglés a ejecutivos ricos, esposas aburridas ysobreexigidos chicos de 15 años obligados a aprender los sonetos de Shakespeare.

          Después de un tiempo, empecé a organizar talleres de literatura y escritura en una pequeña librería inglesa en San Telmo, llamada Walrus Books. Me agrada pensar que es el equivalente de Shakespeare & Co. en París: un refugio de bellos libros usados y viejas alfombras rojas y el fondo de Billie Holiday cantando bajito. Mis alumnos eran argentinos y estadounidenses y británicos y brasileños y yo les enseñaba a J.D. Salinger y Flannery O’Connor. El lugar era, y es, para mí un santuario en un país extranjero.

          Durante todo ese tiempo, escribí mis relatos. Escribía lentamente, porque esa es mi manera de escribir, pero sentía que estaba llegando a algo. Por momentos, era una vida de aislamiento. La soledad tiene algo, sin embargo, que hace que la vida sea más vívida.

          Cristaliza hechos y les da dimensiones finitas como a un diamante. Todo se agudiza.

          Después de dos años en Buenos Aires, conocí a un muchacho y me enamoré. Fue la manera más contundente en que la Argentina dejó de ser un telón de fondo para convertirse en parte de mi vida. Me presentaron a una familia: eran graciosos y teatrales , y ofrecían cenas ruidosas y animadas que parecían salidas de una película de Fellini. Yo no estaba acostumbrada a los apodos –me presentaron a la hermana de mi novio como “la gorda” y al hermano, como “el enano”–. Un fuerte impacto para una estadounidense.

         El mes pasado fui a cenar a la casa de mi novio. Tuvimos una gran fiesta y quedaron muchas botellas de vino sobre la mesa. El más joven de los hermanos se levantó con torpeza al final de la noche y empezó a cantar un tango aguardentoso. Al comienzo, todos se rieron. Estaba imitando a un cantor viejo y ciego, y sacudía las manos y temblaba al cantar. Después de un momento, su voz no obstante se alisó y se volvió suave y melodiosa. Empezó a cantar en serio y dejamos de reírnos. Esa era la música de su infancia. Miré hacia la mesa y observé cómo su abuela movía los labios siguiendo la letra. Y allí estaba yo, en medio de una familia argentina, la extranjera entre ellos, entonando con todos Canta pajarito .

        Fue entonces cuando me di cuenta. Con expectativas mínimas respecto de Argentina, había terminado en la cuna de una familia. No es posible apartarse de la vida para escribir sobre ella. La vida inevitablemente se entremete. Me había obsesionado tanto con el acto de escribir que intentaba dejar de vivir. No hay un lugar idílico que continúe siendo siempre un telón de fondo. Estando el tiempo suficiente, todo lugar adquiere la dimensión de un hogar. Mi teoría sobre la distancia se desmoronó . Mis historias están cambiando y están subiéndose a ellas los personajes de Buenos Aires.

          En esa cena, pensé: tal vez no necesites silencio para escribir. Tal veznecesites ruido . Una familia es ruido y el amor es ruido y el trabajo y los amigos son ruido. Ahora me encuentro en el medio de este caos y mi vida está inundada de historias.

♦ MI OPINIÓN

          Quise reproducir en primer lugar esta entrevista, porque me parece muy importante recordarles a todos los escritores, y a todos los que desean serlo, que no deben copiar las experiencias escritoras de los demás para tener éxito.

          No deben ir a escribir a un café durante 10 horas diarias sólo porque Rowling lo hacía, o vivir en el caos porque le funcionaba a Fogwill. Cada persona es única, y por eso es importante encontrar tu lugar en el mundo, y tu forma de fluir, en la vida y la literatura.

          El caso de Rachel me parece casi poético, y me deja pensando en todas esas cosas que nosotros no apreciamos y enamora a los extranjeros de nuestro país.



Fuente: Clarín.com

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